En
el post Arte vs Ciencia Round 1, expuse cómo Freud creó un
método para acercar los misterios del inconsciente al positivismo
científico que ha resultado en dogma, el sustituto perfecto a
la pérdida de fe en la religión tradicional.
Para
entender las ideas y los personajes hay que entender la época en
dónde vivieron. Finales del s.XIX y principios del s.XX es una época
marcada por el resurgimiento de las fuerzas de la naturaleza,
instintos, y pasiones que marcaron el romanticismo, el
auge de la ciencia materialista, darwinismo, receso de la influencia
de los dogmas judeocristianos en cuanto a las cuestiones humanas, y
sustitución de éstos por los recientes éxitos de la ciencia
racionalista y materialista. Paralelamente al racionalismo
científico, surge una revitalización del esoterismo, ocultismo,
espiritismo y paganismo, que se encontraba en estado latente en
Alemania. Primera Guerra Mundial, Revolución Comunista en Rusia,
pobreza en Europa, y Nacionalsocialismo como la respuesta Alemana al
problema humano. ¿Por qué Alemania empieza la caza de los judíos?
No es ningún secreto el hecho de que la doctrina filosófica Nazi
recibe influencias del paganismo y del hinduísmo. La esvástica como
bandera es el elemento indiscutible que demuestra la afición alemana
de la época por la filosofía hinduísta o budista.
El
Dios todopoderoso judeocristiano recibe estocadas tanto por parte del
paganismo-hinduísmo como por parte del racionalismo científico.
Europa del Este y Central ruge ante los cambios de mentalidad humana,
y un racionalismo planificador basado en el materialismo(comunismo)
compite con una mezcla de orgullo racial nórdico y
neopaganismo(nazismo).
El
nazismo perdió la guerra, y entonces quedaron enfrentados el
comunismo ateo con la reválida del pobre “Dios
Todopoderoso” judeocristiano, que resurge de sus cenizas ahora
refugiado en los Estados Unidos de América.
Entender
el concepto de los arquetipos mentales es crucial para no
perderse en la complejidad de la lucha en el mundo de las ideas y las
ideologías. No es nada nuevo decir que el comunista
simplemente cambia una creencia por otra, manteniendo el mismo
tipo de estructura mental que funcionaba bajo el cristianismo. Esta
afirmación la comparte Jung, un servidor, y numerosos escritores y
pensadores que vivieron en primera persona los intentos
revolucionarios en España como Hemingway o Orwell.
Dios
es bueno y cuida de nosotros.
se
cambia a:
El
Estado es bueno y cuidará de nosotros.
De
la misma manera, la creencia ciega en la verdad de las
escrituras religiosas se transforma en la creencia ciega en el
materialismo científico, negando firmemente cualquier posibilidad de
acción a “fuerzas ocultas” o místicas. Cambia la forma, la
expresión verbal, pero no los procedimientos mentales ni la manera
de creer y no querer escuchar alternativas. Tanto el
monoteísmo dogmático como el racionalismo científico mantienen en
común el uso exclusivo de la parte racional del cerebro, negando la
validez de la parte emocional, subjetiva, del terreno del arte y los
sentimientos. Nos encontramos de forma clara y evidente con el mismo
arquetipo mental, que simplemente cambia, muda de piel
manteniendo los rasgos más característicos que lo diferencian de
otros. El camuflaje de este arquetipo escurridizo fue
desubierto por Nietzsche, que lo bautizó como el Ideal
Ascético, pues simplemente se basa en el intento del dominio
racional de la mente sobre la parte irracional o emocional.
En otros términos, el sometimiento del inconsciente por parte de
la mente consciente.
Y
enmedio del caos de los incios del s.XX surge de entre la bruma un
médico con raíces judías que promulga un nuevo método de control
del inconsciente: Sigmund Freud. Su teoría de que todos los
problemas en la psique humana son causados por la represión del
instinto libidinoso causa uno de los múltiples revueltos de aquella
época. El instinto primordial, la madre del cordero de la
conducta humana pasa de aquella fuerza priomrdial y espontánea
que era la Voluntad de Schopenhauer, por la Voluntad de
Poder de Nietzsche, y se detiene en la Voluntad de Follar
de Freud.
No
hay nada de malo en usar una palabra u otra para designar aquello que
todos sabemos que juega un rol importante en nuestras vidas: el
instinto. El problema de Freud reside en la solución que plantea él
ante el problema de la violencia y el instinto humano. Freud cree que
la vida civilizada es una mascarada, una imposición, una prisión al
instinto animal más básico, que según él, siguiendo con el
materialismo darwinista de la época, és lo único auténtico en el
hombre. Y entiende que sin las normas de conducta de la vida en
sociedad, esto sería una guerra de todos contra todos
que terminaría con la destrucción de la cultura. Entonces es cuando
realiza una perífrasis, y paradójicamente pasa a justificar la
represión sobre los instintos al mismo tiempo que reconoce que son
la esencia humana.
La
solución racista-neopagana pierde la Segunda Guerra Mundial, y se
abre el camino al desarrollo del materialismo como doctrina
filosófica. Y entonces Freud juega un rol importante en el
asentamiento de la moral judeocristiana en la segunda
mitad del s.XX. Proporciona la solución al problema de los instintos
humanos con la vieja fórmula juedeocristiana(que él llamaría
superego), justificada de esta forma la moral judía
sobre las bases del materialismo científico, sustituyendo la Iglesia
de los domingos por las charlas con el psicoanalista.
¿Dónde
queda entonces la promesa del superhombre de Nietzsche?
¿Qué sucede con la esperada resurrección del espíritu
artístico de la antigua Grecia? ¿Dónde están los nuevos
valores que necesita el hombre para ser feliz? ¿Cómo integramos
armoniosamente nuestros instintos y nuestro interior en la sociedad?
¿Cómo expresamos nuestras emociones?
De
momento dejaremos hablar a una persona que conoció muy de cerca a
Sigmund Freud:
Jung:
Recuerdos, Sueños, Pensamientos (1961), capítulo
V: Sigmund Freud
“Ya
en 1900 leí la obra de Freud Interpretación de los
sueños. Dejé el libro a un lado porque no lo comprendía aún.
A los veinticinco años carecía de experiencia para poder comprobar
las teorías de Freud. Sólo fue más tarde cuando pude hacerlo. En
1903 volví a leerlo y descubrí la relación con mis propias ideas.
Lo que me interesó principalmente en esta obra fue la aplicación al
campo del sueño del concepto «mecanismo de represión», procedente
de la psicología de la neurosis. Esto era importante para mí,
porque en mis experimentos de asociación de palabras con frecuencia
surgían represiones: a ciertas palabras sugerentes, los pacientes no
sabían dar una respuesta asociativa, o se tomaban un tiempo
considerablemente largo para reaccionar. Como se comprobó
posteriormente, se presentaba este trastorno cada vez que la palabra
sugerente afectaba a un dolor o conflicto anímico. Pero ello era en
la mayoría de los casos desconocido por el paciente, y a mi pregunta
acerca de la causa del trastorno respondían de modo extraño y
rebuscado. La lectura de la Interpretación de los sueños de
Freud me mostró que aquí actuaba el mecanismo de la represión y
que los hechos observados por mí coincidían con su teoría. No
podía más que constatar sus conclusiones. Algo distinto sucedió en
relación con el tema de la represión. En este aspecto no podía dar
la razón a Freud. Él veía como causa de la represión el trauma
sexual y ello no me bastaba. En mi consulta conocí numerosos casos
de neurosis en los cuales la sexualidad desempeñaba un papel
meramente secundario, mientras que había otros factores en primer
plano, por ejemplo, el problema de la adaptación social, de la
opresión por circunstancias de la vida, las pretensiones de
prestigio, etc. Posteriormente le presenté a Freud tales casos, pero
él no admitía otros factores que no fueran la sexualidad. Esto me
pareció muy poco satisfactorio. “
“Nos
encontramos a la una del mediodía y hablamos durante trece
horas ininterrumpidamente, por así decirlo. Freud era el primer
hombre realmente importante que yo conocía. Ningún otro hombre de
los que entonces conocía podía equiparársele. En su actitud no
había nada de trivial. Le encontré extraordinariamente inteligente,
penetrante e interesante en todos los aspectos. Y pese a ello mis
primeras impresiones sobre él fueron poco claras y en parte
incomprendidas. Lo que me decía acerca de su teoría sexual me
impresionó. Sin embargo sus palabras no lograron disipar mis dudas y
reflexiones. Se las planteé más de una vez, pero siempre me
objetaba mi falta de experiencia. Freud llevaba razón: entonces no
poseía yo la experiencia suficiente para fundamentar mis argumentos.
Vi que su teoría sexual era extraordinariamente importante para él,
tanto en el sentido personal como filosófico. Ello me impresionó,
pero no podía explicarme exactamente hasta qué punto esta
valoración positiva dependía en él de premisas subjetivas y hasta
qué punto de experiencias concluyentes. En
especial, la posición de Freud respecto al espíritu me pareció muy
cuestionable. Siempre que en un hombre o en una obra de arte se
manifestaba el lenguaje de la espiritualidad, le parecía sospechoso
y dejaba entrever una «sexualidad reprimida». Lo que no podía
explicarse directamente como sexualidad, lo caracterizaba como
«psicosexualidad». Yo objetaba que su hipótesis, llevada a sus
lógicas conclusiones,
conducía a un juicio demoledor sobre la cultura. La cultura aparecía
como una mera farsa, como fruto morboso de la sexualidad reprimida.
«Ciertamente —concedía él—, así es. Ello es una maldición
del destino contra la cual nada podemos.» Yo no estaba dispuesto en
absoluto a darle la razón. Sin embargo, no me sentía maduro todavía
para entablar una polémica. Hay todavía algo en este primer
encuentro que me resultó significativo. Concierne a cosas que, sin
embargo, sólo logré comprender y meditar después del fin de
nuestra amistad. Era evidente que la teoría sexual de Freud
resultaba singularmente sugestiva. Cuando Freud hablaba de ello, su
voz se hacía imperiosa, angustiosa casi, y ya no se notaba nada de
su actitud crítica y escéptica. Una expresión extrañamente
agitada, una causa que no lograba yo aclarar, animaba su rostro. Me
impresionó profundamente que la sexualidad significara para él un
numinosum. Mi impresión quedó confirmada por una conversación que
tuvo lugar unos tres años después (1910), nuevamente en Viena.
Recuerdo todavía muy vivamente cómo me dijo Freud: «Mi querido
Jung, prométame que nunca desechará la teoría sexual. Es lo más
importante de todo. Vea usted, debemos hacer de ello un dogma, un
bastión inexpugnable.» Me dijo esto apasionadamente y en un tono
como si un padre dijera: «Y prométeme, mi querido hijo, ¡que todos
los domingos irás a misa!» Algo extrañado le pregunté: «Un
bastión ¿contra qué?» A lo que respondió: «Contra la negra
avalancha», aquí vaciló un instante y añadió: «del ocultismo».
En primer lugar fueron el «dogma» y el «bastión» lo que me
asustó; pues un dogma, es decir, un credo indiscutible, se postula
sólo allí donde se quiere reprimir una duda de una vez para
siempre. Pero esto ya no tiene nada que ver
con una opinión científica, sino sólo con un afán de poder
personal. Esto constituyó un rudo golpe para nuestra amistad. Yo
sabía que nunca podría aceptar esto. Lo que Freud parecía entender
por «ocultismo» era, más o menos, todo lo que la filosofía y la
religión, incluyendo la parapsicología, que por entonces estaba de
moda, tenían que decir sobre el alma. Para mí la teoría sexual era
igualmente «oculta», es decir, indemostrable, pura hipótesis
posible, como muchas otras concepciones especulativas. Una verdad
científica era para mí una hipótesis satisfactoria por el momento,
pero no un artículo
de fe para todos los tiempos. Sin poder entonces comprender esto
correctamente, había observado en Freud una secuela de factores
religiosos inconscientes. Manifiestamente quería alistarme para una
defensa común contra amenazadores signos inconscientes. La huella
que me dejó esta conversación contribuyó a mi confusión; pues
hasta entonces no había atribuido a la sexualidad el alcance de una
cuestión indecisa a la que se debe prestar fidelidad porque pudiera
perderse. Para Freud la sexualidad significaba, por lo visto, más
que para los demás. Era para él una res religiose observanda.
Bajo la influencia de tales ideas y cuestiones se incurre, por regla
general, en la desconfianza
y la reserva. Así, nuestras conversaciones terminaron pronto, tras
algunos balbucientes intentos por mi parte. Yo estaba profundamente
impresionado, confuso y desconcertado. Tenía la sensación de haber
lanzado una ojeada a un país nuevo y desconocido, de donde me
llegaban volando
bandadas de nuevas ideas. Una cosa estaba clara para mí: Freud, que
siempre hacía hincapié en su irreligiosidad, se había construido
un dogma, mejor dicho, en lugar del Dios celoso que había perdido,
había puesto una imagen forzosa, concretamente a la sexualidad; una
imagen que no era menos apremiante, exigente, despótica, amenazadora
y ambivalente moralmente. Del mismo modo
que
al más fuerte psíquicamente y por lo tanto, terrible, corresponden
los atributos de «divino» o «diabólico», la «libido sexual»
había adoptado en él el papel de un deus absconditus, de un
Dios oculto. La ventaja de esta mutación consistía para Freud en
que el nuevo principio numinoso le
parecía
irreprochable científicamente y libre de todo lastre religioso. Pero
en el fondo subsiste la numi-nosidad como propiedad psicológica de
los principios antagónicos inconmensurables racionalmente: Jehová y
sexualidad. Sólo había variado la denominación y con ello
ciertamente también el punto de vista: no era en lo alto donde había
que buscar lo perdido, sino abajo. Pero ¿qué le importa, al fin y al
cabo, al más fuerte, si se le define de éste o de otro modo? Si no
existiera psicología alguna sino sólo objetos concretos, se habría
en efecto destruido a uno, para colocar a otro en su lugar. En la
realidad, es decir, en el campo de la experiencia psicológica, no ha
desaparecido empero nada en absoluto de la
urgencia, angustia, coacción, etc. Como antes, se plantea la
cuestión de cómo aparece o desaparece el miedo, el remordimiento,
la culpa, la coacción, la inconsistencia y la impulsividad. Si no
proviene del lado diáfano, idealista, entonces quizá lo haga del
oscuro, del biológico. Como llamas momentáneamente oscilantes
pasaron por mi cabeza estos pensamientos. Mucho más tarde, cuando
medité sobre el carácter de Freud, se me hicieron importantes y
revelaron su significado. Un rasgo de su carácter me preocupaba en
especial: la amargura de Freud. Ya me llamó la atención en nuestro
primer encuentro. Durante mucho tiempo no logré comprenderlo hasta
que pude relacionarlo con su actitud respecto a la sexualidad. Para
Freud la sexualidad significaba ciertamente un numinoso, pero
en su teoría se expresa exclusivamente como función biológica.
Sólo la inquietud con que hablaba de ello permitía deducir que en
él resonaba más profundamente. En última instancia quería enseñar
—así por lo menos me lo pareció a mí— que, vista desde dentro,
la sexualidad implicaba también espiritualidad o tenía sentido. Su
terminología concreta era, sin embargo, demasiado limitada para
poder expresar esta idea. Así pues, me daba la impresión de que
trabajaba contra su propio objetivo y contra sí mismo; y no existe
amargura peor que la de un hombre convertido en el más encarnizado
enemigo de sí mismo. Según su propia expresión, se sentía
amenazado por la «negra avalancha», él, que
había propuesto principalmente vaciar las oscuras profundidades.
Freud no se preguntó nunca por qué debía hablar constantemente
sobre el sexo, por qué este pensamiento le poseía. Nunca tendría
consciencia de que en la «monotonía del significado» se expresaba
la huida de sí mismo, o de aquella
otra parte suya que quizás pudiera definirse como «mística». Sin
reconocer esta parte no podía sentirse acorde consigo mismo. Era
ciego frente a la paradoja y la ambigüedad de los significados del
inconsciente, y no sabía que todo cuanto emerge del inconsciente
posee algo superior e
inferior, algo interno y externo. Cuando se habla de lo externo —y
esto hizo Freud— se considera sólo la mitad de ello y,
consiguientemente, surge en el inconsciente una fuerza antagónica. Contra
esta parcialidad de Freud no había nada que hacer. Quizás una
íntima experiencia personal le hubiera podido abrir los ojos; pero a
lo mejor su mente lo hubiera reducido también a «mera sexualidad»
o «psicosexualidad». Fue prisionero de un punto de vista y
justamente por ello veo en él una figura trágica, pues era un gran
hombre.”
“Nietzsche,
entregado y supeditado a su destino, tuvo que crearse un
«superhombre». Freud, así concluí yo, quedó tan impresionado por
el poder del eros que quiso elevarlo a un numen religioso,
incluso a dogma —aere perennius. No es ningún secreto que
Zaratustra es el heraldo de un evangelio, y Freud compite incluso con
la Iglesia en su intención de canonizar los principios. No hizo esto
de un modo demasiado ostensible, pero sí, sin embargo, con la
intención, sospechosa para mí, de querer pasar por profeta. Levanta
la trágica reivindicación y la destruye a la vez. Así sucede casi
siempre con las numinosidades, y esto es lógico, pues en cierto
aspecto son verdaderas y en otro, inciertas. La vivencia luminosa se
eleva y se hunde a la vez. Si Freud hubiera observado mejor la verdad
psicológica de que la sexualidad es numinosa —es un Dios y un
Diablo— no se hubiera quedado atascado en la estrechez de un
concepto biológico. Y Nietzsche, con su entusiasmo, no se hubiera
situado al margen del mundo, si hubiera dado más importancia a los
fundamentos de la existencia humana.”
“La
conversación con Freud me mostró que él temía que la luz numinosa
de su teoría sexual pudiera extinguirse por la «negra avalancha».
De ello surgió una situación mitológica: la lucha entre luz y
tinieblas. Esto explica la numinosidad de esta cuestión y el
recurrir inmediatamente a un refugio religioso, a un dogma. En mi
próximo libro, que se ocupa de la psicología de la lucha heroica,
describo el trasfondo mítico de la extraña actitud de Freud. La
interpretación sexual por una parte y las ansias de poder del
«dogma» por otra me condujeron, en el transcurso de los años, al
problema tipológico, así como a la polaridad y energética del
alma. A ello siguió la investigación, durante varios decenios, de
la «negra avalancha del ocultismo»; intenté comprender las
premisas históricas conscientes e inconscientes de nuestra
psicología actual. Me interesaba oír las opiniones de Freud sobre
la precognición y sobre parapsicología en general. Cuando le visité
en 1909 en Viena le pregunté qué pensaba acerca de ello. De acuerdo
con su prejuicio materialista, rechazó radicalmente la cuestión
como algo absurdo, basándose en un positivismo tan superficial, que
me fue difícil no responderle con acritud. Transcurrieron todavía
algunos años hasta que Freud reconoció la importancia de la
parapsicología y la autenticidad de los fenómenos «ocultos».
Mientras Freud exponía sus argumentos, yo sentí una extraordinaria
sensación. Me pareció como si mi diafragma fuera de hierro y se
pusiera incandescente —una cavidad diafragmática incandescente. Y
en este instante sonó un crujido tal en la biblioteca, que se
hallaba inmediatamente junto a nosotros, que los dos nos asustamos.
Creímos que el armario caía sobre nosotros. Tan fuerte fue el
crujido. Le dije a Freud: «Esto ha sido un fenómeno de
exteriorización de los denominados catalíticos.» «¡Bah —dijo
él—, esto sí que es un absurdo!» «Pues no», le respondí, «se
equivoca usted, señor profesor. Y para probar que llevo razón le
predigo ahora que volverá inmediatamente a oírse otro crujido». Y,
efectivamente: ¡apenas había pronunciado estas palabras se oyó el
mismo crujido en la biblioteca! No sé aún hoy por qué tenía tal
certeza. Pero sabía con
toda exactitud que el crujido iba a repetirse. Freud me miró
horrorizado. No sé qué pensaba o qué miraba. En todo caso, este
hecho despertó su desconfianza hacia mí y yo tuve la sensación de
haberle hecho algo. Nunca más volví a hablarle de esto.”
“Mi
interés irritó a Freud. «Pues ¿qué le pasa a usted con estos
cadáveres?», me preguntó varias veces. Se disgustó mucho y
durante una conversación sobre ello en la mesa sufrió un mareo.
Después me dijo que estaba convencido de que esta charla sobre
cadáveres significaba que yo le deseaba la muerte. Quedé más
asombrado por esta opinión suya. Quedé asustado y ciertamente por
el poder de sus fantasías que podían llegar a ocasionarle un
desmayo.”
“Con
anterioridad, Freud había formulado ante mí repetidas alusiones a
que me consideraba su sucesor. Estas predicciones me resultaban
penosas, pues yo sabía que no sería capaz de patrocinar
correctamente sus opiniones, es decir, con el significado que él les
daba. Además, tampoco había logrado exponer mis objeciones de tal
modo que él pudiera aceptarlas, y sentía demasiado respeto por él
para poder exigir una explicación definitiva. La idea de que debía
encargarme de la dirección de un grupo me resultaba desagradable por
muchos motivos. No me interesaba una cosa así. No podía sacrificar
mi independencia espiritual y este aumento de prestigio me resultaba
incómodo porque no
significaba
otra cosa que un abandono de mis verdaderos fines. Para mí se
trataba de la investigación de la verdad y no de una cuestión de
prestigio personal.”
“Nuestro
viaje a los Estados Unidos, que emprendimos en 1909 en Bremen, duró
siete semanas. Estuvimos juntos todos los días y analizábamos
nuestros sueños. Tuve entonces sueños importantes, con los que
Freud no supo qué hacer. No le hice por ello censura alguna, pues al
mejor analista le puede suceder que no pueda descifrar el acertijo de
un sueño. Era un fallo humano y nunca me hubiera inclinado a
interrumpir nuestros análisis y nuestra relación me resultaba
sobremanera valiosa. Consideraba a Freud una personalidad de más
edad, más madura y de mayor experiencia, y a mí como a un hijo. Sin
embargo, sucedió algo que supuso un duro golpe a nuestras
relaciones. Freud tuvo un sueño cuyo contenido no estoy autorizado a
exponer. Lo interpreté lo mejor que supe, pero añadí que se podían
deducir muchas más cosas si quería comunicarme algunos detalles de
su vida privada. A estas palabras, Freud me miró extrañado —su
mirada estaba llena de desconfianza— y dijo: «El caso es que no
puedo arriesgar mi autoridad.» En este instante la perdió. Esta
frase se me grabó en la memoria. En ella estaba escrito el final de
nuestra relación. Freud colocaba la autoridad personal por encima de
la verdad.”
“Bajo
la influencia de la personalidad de Freud me había privado en lo
posible de mi propio juicio y reprimido mi sentido crítico. Esto
constituía la condición previa bajo la que podía colaborar. Me
decía a mí mismo: «Freud es mucho más experimentado y más hábil
que tú. Ahora escucha simplemente lo que él dice y aprende de él.»
Y entonces, para mi asombro, soñé que él era un funcionario
amargado de la monarquía austríaca, le soñé muerto, pero como
inspector de aduanas aún «en activo». ¿Significaba esto el deseo
de muerte que Freud mencionaba?”
“Naturalmente,
los hombres que nada saben de la naturaleza son neuróticos, pues no
se adaptan a la realidad. Son demasiado ingenuos, como niños, y se
les debe explicar, por así decirlo, que son hombres corno los demás.
Es verdad que con ello los neuróticos no están todavía curados y
sólo pueden conseguir recuperar la salud si se desprenden del cieno
de cada día. Pero sólo se encuentran a gusto en su situación de
represión, y ¿cómo podrían librarse de ella, si el psicoanálisis
no les revela algo mejor y distinto, si incluso la teoría los
aprisiona y sólo les deja como posibilidad de solución la decisión
«razonable» o «racional» de renunciar definitivamente a sus
chiquilladas? Pero esto es precisamente lo
que, por lo visto, no pueden hacer. ¿Y cómo podrían hacerlo si no
se les descubre algo en que poder apoyarse? No se puede rechazar
ninguna forma de vida sin sustituirla por otra. Un modo de vivir
totalmente razonable es en la práctica generalmente imposible,
máxime cuando, en principio, se es un neurótico. Ahora comprendía
por qué me resultaba del mayor interés la psicología personal de
Freud. Debía saber a toda costa cómo surgió su «solución
razonable». Ello era para mí una cuestión vital por cuya respuesta
estaba yo dispuesto a sacrificar mucho. Ahora lo veía claro. Él
mismo tenía una neurosis
y concretamente fácil de diagnosticar por sus síntomas bastante
desagradables, como descubrí en nuestro viaje a América. Me
descubrió entonces que todo el mundo es algo neurótico y que, por
lo tanto, hay que ser tolerante. Pero no me sentía dispuesto a
quedar satisfecho con esto, sino que quería saber mucho más, es
decir, cómo se puede evitar una neurosis. Había visto que ni Freud
ni sus discípulos podían comprender qué significaba el
psicoanálisis en la teoría y en la práctica, puesto que ni
siquiera el maestro había logrado resolver su propia neurosis.
Cuando anunció su intención de identificar y dogmatizar la teoría
y el método, ya no pude cooperar más con él, y no me quedó más
opción que retrotraerme a mí.”
Ahora
vamos a leer la opinión de Salvador Dalí sobre el creador del
psicoanálisis.
Salvador
Dalí, Diario de un genio, 11
de Mayo de 1957
“Ésta
es, en una única imagen visual, la prueba que aporto a mi tesis,
todavía no sostenida, según la cual Freud no sería otra cosa que
un «gran místico al revés». Ya que si su cerebro, pesado y
condimentado con todas las viscosidades del materialismo, en lugar de
colgar depresivamente, estirado por la fuerza de la gravedad de las
cloacas más subterráneas de las profundidades de la tierra, se
hubiera estirado, por el contrario, hacia el otro vértice, el de los
abismos celestiales, su propio cerebro, repito, en vez de parecerse
al caracol casi amoniacal de la muerte, se habría asemejado a la
gloriosa Asunción pintada por el Greco, de la que he hablado unas
líneas más arriba.
El
cerebro de Freud, uno de los más saborosos e importantes de nuestra
época, es, por excelencia, el caracol de la muerte terrestre. En
eso, por otra parte, reside la esencia de la constante tragedia del
pueblo judío, siempre privado de ese elemento primordial: la
Belleza, condición necesaria para alcanzar el pleno
conocimiento de Dios, que ha de ser de una belleza suprema.
Al
parecer, sin darme cuenta, dibujé la muerte terrestre de Freud en el
retrato al carbón que hice de él un año antes de su muerte.
Pretendía, especialmente, realizar un dibujo puramente morfológico
del genio del psicoanálisis, en lugar de intentar hacer de una forma
evidente, el retrato de un psicólogo.”
“Encasillo
a Freud sin la mayor vacilación en la categoría de los héroes. Ha
desplazado, en el aprecio del pueblo judío, al más grande de sus
héroes, el que hasta ahora gozaba de mayor prestigio: Moisés. Freud
ha demostrado que Moisés era egipcio y, en el prólogo de su libro
sobre Moisés —el mejor y el más trágico de todos sus libros—,
advertía a sus lectores que esta demostración había sido su tarea
más ambiciosa y más ardua, ¡pero también la más corrosivamente
amarga!”
Que le pregunten a una ninfómana o a un adicto al sexo, si la represión sexual es el único origen de todos sus problemas...
Que le pregunten a una ninfómana o a un adicto al sexo, si la represión sexual es el único origen de todos sus problemas...
No hay comentarios:
Publicar un comentario