1.
Tras interrogarnos y tentarnos así a nosotros mismos, se aprende a reconsiderar con una mirada más aguda todo lo que se ha filosofado hasta ese momento; se adivinan mejor que
antes los extravíos, los rodeos, las formas de retirarse al campo, los rincones de sol del
pensamiento a los que, en contra de su voluntad, los pensadores no se dejaron conducir y
seducir sino porque sufrían; en lo sucesivo se sabe hacia dónde, hacia qué, el cuerpo enfermo,
necesaria e inconscientemente, arrastra, empuja, atrae al espíritu -hacia el sol, la calma, la
dulzura, la paciencia, el remedio, el consuelo en todos los sentidos-. Toda filosofa que asigna
a la paz un lugar más elevado que a la guerra; toda ética que desarrolla una noción negativa de
la felicidad; toda metafísica y toda fisica que pretende conocer un final, un estado definitivo
cualquiera; toda aspiración, principalmente estética o religiosa, a un más allá, a un afuera, a
un por encima autorizan a preguntarse si no era la enfermedad lo que inspiraba al filósofo. El
enmascaramiento inconsciente de necesidades fisiológicas bajo las máscaras de la objetividad,
de la idea, de la intelectualidad pura, es capaz de cobrar proporciones asombrosas; y con
frecuencia me he preguntado si, a fin de cuentas, la filosofía no habrá sido hasta hoy
únicamente una exégesis del cuerpo y un malentendido con relación al cuerpo.
2.
Ya no existe la confianza en la vida; la vida misma se ha convertido en un
problema ¡Pero no crean que esto nos vuelve necesariamente sombríos! Incluso entonces
sigue siendo posible el amor a la vida -aunque en adelante se la ama de otra manera-. Es el
amor por una mujer que despierta recelos... Bajo el encanto de todo lo problemático, el gozo
ante la incógnita X que experimentan esos hombres más espirituales, más espiritualizados, es
demasiado grande para que su luminoso ardor no transfigure sin cesar toda la miseria de lo
problemático, todo el riesgo de la inseguridad, e incluso los celos del amante. Conocemos una
nueva felicidad...
Para acabar, no he de dejar de decir lo esencial: de semejantes abismos, de semejante
enfermedad grave, como también de la enfermedad de la sospecha grave, se vuelve
regenerado, con una piel nueva, más delicada, más maliciosa; con un gusto más refinado para
la alegría; con un paladar más delicado para todo Yo bueno; con unos sentidos más gozosos;
con una segunda y más peligrosa inocencia en el goce, más ingenua a la vez y cien veces más
refinada de lo que nunca lo había sido antes. ¡Oh, qué repugnante, tosco, insípido y apagado
nos resulta ahora el goce tal como lo entienden los vividores, nuestras "gentes cultivadas",
nuestros ricos, y nuestros gobernantes! ¡Con qué malicia presenciamos en lo sucesivo el
bullicio de feria donde el "hombre cultivado", el ciudadano, se deja hoy violentar por el arte,
los libros y la música para experimentar "goces espirituales", ayudándose de brebajes
espiritosos! ¡Cómo nos rompe los oídos el grito teatral de la pasión! ¡Qué distinta se vuelve a
nuestro gusto toda esa confusión de los sentidos que aprecia el populacho cultivado con todas
sus aspiraciones a lo inefable, a la exaltación a lo rebuscado! ¡No! Si los convalecientes
seguimos necesitando un arte, será un arte totalmente diferente -un arte irónico, ligero, fugitivo, divinamente desenvuelto, divinamente artificial que, como una brillante llama, resplandezca
en un cielo sin nubes! Sobre todo, un arte para artistas, ¡sólo para artistas! Respecto
a ello sabemos mejor qué es, ante todo, indispensable en ese arte: ¡la alegría, toda clase de
alegría, amigos míos!, incluso como artistas-; me gustaría probarlo. Los hombres conscientes
sabemos en adelante demasiado bien ciertas cosas; ¡oh!, ¡qué bien aprendemos en lo sucesivo
a olvidar, a no saber en cuanto artistas! Y en lo tocante a nuestro futuro, difícilmente se nos
verá tras las huellas de esos jóvenes egipcios que turban durante la noche el orden de los
templos, que se abrazan a las estatuas y que se empeñan por encima de todo en devolver, en
descubrir, en sacar a la luz del día lo que por buenas razones se mantiene en secreto. No, de
ahora en adelante nos horroriza ese mal gusto, esa voluntad de verdad, de "la verdad a
cualquier precio", ese delirio juvenil en el amor de la verdad; somos demasiado aguerridos,
demasiado graves, demasiado alegres, demasiado probados por el fuego, demasiado
profundos para ello... Ya no creemos que la verdad siga siendo tal, una vez que se la haya
despojado de su velo; hemos vivido demasiado para creer en eso. Hoy en día es para nosotros
una cuestión de decencia no poder verlo todo al desnudo, ni asistir a toda operación, ni querer
comprenderlo y "saberlo" todo. "¿Es cierto que Dios nuestro Señor está en todas partes? -
preguntaba una niña pequeña a su madre-, porque a mí eso me parece indecente." ¡Buena
lección para los filósofos! Deberíamos respetar más el pudor con el que la naturaleza se oculta
tras enigmas e incertidumbres abigarradas. ¿No será la verdad una mujer cuya razón de ser
consiste en no dejar ver sus razones? ¿Sería Baubó su nombre, por decirlo en griego?... ¡Oh,
aquellos griegos! Sabían lo que es vivir; lo cuál exige quedarse valientemente en la superficie,
en la epidermis; la adoración de la apariencia, la creencia en las formas, en los sonidos, en las
palabras, ¡en todo el Olimpo de la apariencia! Aquellos griegos eran superficiales... ¡por
profundidad! ¿Y no volvemos precisamente a eso, nosotros, los espíritus audaces, que hemos
escalado la cumbre más elevada y peligrosa del pensamiento contemporáneo y que, desde
arriba, hemos inspeccionado el horizonte, habiendo mirado hacia abajo desde esa altura? ¿No
somos en eso... griegos? ¿Adoradores de formas, de sonidos, de palabras y, por consiguiente,
artistas?
3.
¿No han oído hablar de aquel loco que, con una linterna encendida en pleno
día, corría por la plaza y exclamaba continuamente: "¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!"?
Como justamente se habían juntado allí muchos que no creían en Dios, provocó gran
diversión. ¿Se te ha perdido?, dijo uno. ¿Se ha extraviado como un niño?, dijo otro. ¿No será
que se ha escondido en algún sitio? ¿Nos tiene miedo? ¿Se ha embarcado? ¿Ha emigrado?
Así gritaban y se reían al mismo tiempo. El loco se lanzó en medio de ellos y los fulminó
con la mirada.
—¿Dónde está Dios?—, exclamó, ¡se lo voy a decir! ¡Nosotros lo hemos matado,
ustedes y yo! ¡Todos somos unos asesinos! Pero, ¿cómo lo hemos hecho? ¿Cómo hemos
podido vaciar el mar? ¿Quién nos ha dado la esponja para borrar completamente el
horizonte? ¿Qué hemos hecho para desencadenar a esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde rueda
ésta ahora? ¿Hacia qué nos lleva su movimiento? ¿Lejos de todo sol? ¿No nos precipitamos
en una constante caída, hacia atrás, de costado, hacia delante, en todas direcciones? ¿Sigue
habiendo un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No
sentimos el aliento del vacío? ¿No hace ya frío? ¿No anochece continuamente y se hace cada
vez más oscuro? ¿No hay que encender las linternas desde la mañana? ¿No seguimos
oyendo el ruido de los sepultureros que han enterrado a Dios? ¿No seguimos oliendo la
putrefacción divina? ¡Los dioses también se corrompen! ¡Dios ha muerto! ¡Dios está
muerto! ¡Y lo hemos matado nosotros! ¿Cómo vamos a consolamos los asesinos de los
asesinos? Lo que en el mundo había hasta ahora de más sagrado y más poderoso ha perdido
su sangre bajo nuestros cuchillos, y ¿quién nos quitará esta sangre de las manos? ¿Qué agua
podrá purificamos? ¿Qué solemnes expiaciones, qué juegos sagrados habremos de inventar?
¿No es demasiado grande para nosotros la magnitud de este hecho? ¿No tendríamos que
convertimos en dioses para resultar dignos de semejante acción? Nunca hubo un hecho
mayor, ¡y todo el que nazca después de nosotros pertenecerá, en virtud de esta acción, a una
historia superior a todo lo que la historia ha sido hasta ahora! Al llegar aquí, el loco se calló
y observó de nuevo a sus oyentes, quienes también se habían callado y lo miraban perplejos.
Por último, tiró la linterna al suelo, que se rompió y se apagó. "Llego demasiado pronto, dijo
luego, mi tiempo no ha llegado aún. Este formidable acontecimiento está todavía en camino,
avanza, pero aún no ha llegado a los oídos de los hombres. Para ser vistos y oídos, los actos
necesitan tiempo después de su realización, como lo necesitan el relámpago y el trueno, y la
luz de los astros. Esa acción es para ellos más lejana que los astros más distantes, ¡aunque
son ellos quienes la han realizado!" Cuentan también que ese mismo día el loco entró en
varias iglesias en las que entonó su Requiem aeternam Deo. Cuando lo echaban de ellas y le
pedían que aclarara sus dichos, no dejaba de repetir: "¿Qué son estas iglesias sino las tumbas
y los monumentos funerarios de Dios?"
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