Todos hemos visto la película de
ciencia ficción protagonizada por Keanu Reeves, Matrix.
Y se habla en muchos foros sobre el
significado poético de la película, a menudo ligado con las teorías
de la conspiración, que vivimos en una mentira programada,
etc.
Pero, ¿eso es todo? ¿El concepto de
la Matrix o mundo de las apariencias es nuevo en la película?
No.
¿Qué tiene que ver la realidad
virtual que se podría crear con la tecnología informática con el
mundo que ven nuestro ojos?
Matrix es Maya, el velo de la realidad
tridimensional de la cultura hinduísta. La mayoría de los mortales
vive atrapado en Maya, y solo los que han alcanzado la iluminación
espiritual son capaces de rasgar su velo para ver más allá,
alcanzar las dimensiones superiores, conectarse con el mundo onírico
y del inconsciente humano.
¿Pero por qué se usa en la ciencia
ficción la metáfora de los ordenadores, cuando estamos hablando de
un concepto tan antiguo como el hinduísmo?
Para entender la película Matrix hay
que tener en cuenta que no es la primera película en tratar este
tema. El concepto de la Maya unido a la realidad virtual de los
ordenadores lo inicia el escritor de ciencia ficción William Gibson
en su novela Neuromante en el año 84.
Y hay que ver la película de anime
japonesa Ghost in the Shell realizada diez años antes de Matrix para
entender ciertos conceptos cruciales. La impresionante robot de
última generación nos sorprende con unos misteriosos diálogos
filosóficos sobre la materia...
Pero de momento volvamos a
Neuromante... La novela está escrita en la época de resaca del auge de los alucinógenos que caracterizaron los años sesenta y setenta. De hecho, el programador informático
protagonista se mete de todo...
Aquí enlazo con el post sobre
psicodélicos, y también con la teoría de los campos morfogenéticos
de este post, con la teoría de los arquetipos mentales de Carl
Gustav Jung, y con el concepto de las dimensiones superiores que
explicarían los misterios en la física cuántica que trato en este post.
¿Y por qué la realidad virtual, si
estamos hablando de algo tan antiguo como los estados alterados de
conciencia, hinduísmo o misticismo? ¿Qué tiene que ver esto con
las nuevas tecnologías de la información?
Nada.
¿Y entonces por qué se usa la
realidad virtual para hablar sobre el más allá? Vayamos por partes:
Como he dicho, estamos hablando de
campos mentales, de información, de inconsciente colectivo.
INFORMACIÓN
La realidad virtual de los computadores
es una metáfora para referirse a la red mental(no informática) que
interconecta a todos los seres humanos.
¿Matrix es Internet?
No.
Pero aquí viene el punto complicado,
amigos, pues la red de información de Internet puede servir de
puente entre la mente consciente de los humanos y la que se esconde
tras el velo de Maya... ;) stay tunned...
Cuando el miedo llegó, fue como un
amigo a medias olvidado. No el frío y rápido mecanismo paranoico de
la dextroamfetamina, sino, simple miedo animal. Hacía tanto tiempo
que vivía en un filo de constante ansiedad que casi había olvidado
lo que era el miedo verdadero.
Neuromante, pag 29
—Creo que estás
jodido, Case. Aparezco y directamente me encajas en tu visión de la
realidad.
Neuromante,
pag 38
Friedrich
Nietzsche, El Nacimiento de la Tragedia, capítulo uno:
Mucho
es lo que habremos ganado para la ciencia estética cuando hayamos
llegado no sólo a la intelección
lógica, sino a la seguridad inmediata de la intuición de que el
desarrollo del arte está ligado a la duplicidad de lo apolíneo y
de lo dionisíaco: de modo similar a como la generación depende de
la dualidad de los sexos, entre los cuales la lucha es constante y la
reconciliación se efectúa sólo periódicamente. Esos nombres se
los tomamos en préstamo a los griegos, los cuales hacen perceptibles
al hombre inteligente las profundas doctrinas secretas de su visión
del arte, no, ciertamente, con conceptos, sino con las figuras
incisivamente claras del mundo de sus dioses. Con sus dos divinidades
artísticas, Apolo y Dioniso, se enlaza nuestro conocimiento de que
en el mundo griego subsiste una antítesis enorme, en cuanto a origen
y metas, entre el arte del escultor, arte apolíneo, y el arte
no-escultórico de la música, que es el arte de Dioniso: esos dos
instintos tan diferentes marchan uno al lado de otro, casi siempre en
abierta discordia entre sí y excitándose mutuamente a dar a luz
frutos nuevos y cada vez más vigorosos, para perpetuar en ellos la
lucha de aquella antítesis, sobre la cual sólo en apariencia tiende
un puente la común palabra «arte»: hasta que, finalmente, por un
milagroso acto metafísico de la «voluntad» helénica, se muestran
apareados entre sí, y en ese apareamiento acaban engendrando la obra
de arte a la vez dionisíaca y apolínea de la tragedia ática.
Para
poner más a nuestro alcance esos dos instintos imaginémonoslos, por
el momento, como los mundos artísticos separados del sueño y de la
embriaguez; entre los cuales fenómenos fisiológicos puede
advertirse una antítesis correspondiente a la que se da entre lo
apolíneo y lo dionisíaco. En el sueño fue donde, según Lucrecio,
por vez primera se presentaron ante las almas de los hombres las
espléndidas figuras de los dioses, en el sueño era donde el gran
escultor veía la fascinante estructura corporal de seres
sobrehumanos, y el poeta helénico, interrogado acerca de los
secretos de la procreación poética, habría mencionado asimismo el
sueño y habría dado una instrucción similar a la que da Hans Sachs
en Los maestros cantores:
Amigo
mío, ésa es precisamente la obra del poeta,
el
interpretar y observar sus sueños.
Creedme,
la ilusión más verdadera del hombre
se
le manifiesta en el sueño:
todo
arte poético y toda poesía
no
es más que interpretación de sueños que dicen la verdad.
La
bella apariencia de los mundos oníricos, en cuya producción cada
hombre es artista completo, es el presupuesto de todo arte
figurativo, más aún, también, como veremos de una mitad importante
de la poesía. Gozamos en la comprensión inmediata de la figura,
todas las formas nos hablan, no existe nada indiferente ni
innecesario. En la vida suprema de esa realidad onírica tenemos, sin
embargo, el sentimiento traslúcido de su apariencia: al menos ésta
es mi experiencia, en favor de cuya reiteración, más aún,
normalidad, yo podría aducir varios testimonios y las declaraciones
de los poetas. El hombre filosófico tiene incluso el presentimiento de
que también por debajo de esta realidad en que nosotros vivimos y
somos yace oculta una realidad
del todo distinta, esto es, que también aquélla es una apariencia:
y Schopenhauer llega a decir que el signo distintivo de la aptitud
filosófica es ese don gracias al Cual los seres humanos y todas las
cosas se nos presentan a veces como meros fantasmas o imágenes
oníricas. La relación que el filósofo mantiene con la realidad de
la existencia es la que el hombre sensible al arte mantiene con la
realidad del sueño; la contempla con minuciosidad y con gusto: pues
de esas imágenes saca él su interpretación de la vida, mediante
esos sucesos se ejercita para la vida. Y no son sólo acaso las
imágenes agradables y amistosas las que él experimenta en sí con
aquella inteligibilidad total: también las cosas serias, oscuras,
tristes, tenebrosas, los obstáculos súbitos, las bromas del azar,
las esperas medrosas, en suma, toda la «divina comedia» de la vida,
con su Inferno, desfila ante él, no sólo como un juego de sombras
- pues también él vive y sufre en esas escenas - y, sin embargo,
tampoco sin aquella fugaz sensación de apariencia; y tal vez más
de uno recuerde, como yo, haberse gritado a veces en los peligros y
horrores del sueño, animándose a sí mismo, y con éxito: «¡Es un
sueño! ¡Quiero seguir soñándolo!». Así me lo han contado
también personas que fueron capaces de prolongar durante tres y más
noches consecutivas la causalidad de uno y el mismo sueño: hechos
estos que dan claramente testimonio de que nuestro ser más íntimo,
el substrato común de todos nosotros, experimenta el sueño en sí
con profundo placer y con alegre necesidad.
Esta
alegre necesidad propia de la experiencia onírica fue expresada
asimismo por los griegos en su Apolo: Apolo, en cuanto dios de todas
las fuerzas figurativas, es a la vez el dios vaticinador. Él, que
es, según su raíz, «el Resplandeciente», la divinidad de la luz,
domina también la bella apariencia del mundo interno de la fantasía.
La verdad superior, la perfección propia de estos estados, que
contrasta con la sólo fragmentariamente inteligible realidad diurna,
y además la profunda consciencia de que en el dormir y el soñar la
naturaleza produce unos efectos salvadores y auxiliadores, todo eso
es a la vez el analogon simbólico de la capacidad vaticinadora y, en
general, de las artes, que son las que hacen posible y digna de
vivirse la vida. Pero esa delicada línea que a la imagen onírica no
le es lícito sobrepasar para no producir un efecto patológico, ya
que, en caso contrario, la apariencia nos engañaría presentándose
como burda realidad - no es lícito que falte tampoco en la imagen de
Apolo: esa mesurada limitación, ese estar libre de las emociones
más salvajes, ese sabio sosiego del dios-escultor. Su ojo tiene que
ser «solar», en conformidad con su origen; aun cuando esté
encolerizado y mire con malhumor, se halla bañado en la solemnidad
de la bella apariencia. Y así podría aplicarse a Apolo, en un
sentido excéntrico, lo que Schopenhauer dice del hombre cogido en el
velo de Maya. El mundo como voluntad y representación, I, p. 416:
«Como sobre el mar embravecido, que, ilimitado por todos lados,
levanta y abate rugiendo montañas de olas, un navegante está en una
barca, confiando en la débil embarcación; así está tranquilo, en
medio de un mundo de tormentos, el hombre individual, apoyado y
confiando en el principium individuationis [principio de
individuación] ». Más aún, de Apolo habría que decir que en él
han alcanzado su expresión más sublime la confianza inconclusa en
ese principium y el tranquilo estar allí de quien se halla cogido
en él, e incluso se podría designar a Apolo como la magnífica
imagen divina del principium individuationis, por cuyos gestos y
miradas nos hablan todo el placer y sabiduría de la «apariencia»,
junto con su belleza. En
ese mismo pasaje nos ha descrito Schopenhauer el enorme espanto que
se apodera del ser humano cuando a éste le dejan súbitamente
perplejo las formas de conocimiento de la apariencia, por parecer que
el principio de razón sufre, en alguna de sus configuraciones, una
excepción. Si a ese espanto le añadimos el éxtasis delicioso que,
cuando se produce esa misma infracción del principium
individuationis, asciende desde el fondo más íntimo del ser
humano, y aun de la misma naturaleza, habremos echado una mirada a la
esencia de lo dionisíaco, a lo cual la analogía de la embriaguez
es la que más lo aproxima a nosotros. Bien por el influjo de la
bebida narcótica, de la que todos los hombres y pueblos originarios
hablan con himnos, bien con la aproximación poderosa de la
primavera, que impregna placenteramente la naturaleza toda, despiértanse
aquellas emociones dionisíacas en cuya intensificación lo subjetivo
desaparece hasta llegar al completo olvido de sí. También en la
Edad Media alemana iban rodando de un lugar para otro, cantando y
bailando bajo el influjo de esa misma violencia dionisíaca,
muchedumbres cada vez mayores: en esos danzantes de san Juan y san
Vito reconocemos nosotros los coros báquicos de los griegos, con su
prehistoria en Asia Menor, que se remontan hasta Babilonia y hasta
los saces orgiásticos. Hay hombres que, por falta de experiencia o
por embotamiento de espíritu, se apartan de esos fenómenos como de
«enfermedades populares», burlándose de ellos o lamentándolos,
apoyados en el sentimiento de su propia salud: los pobres no
sospechan, desde luego, qué color cadavérico y qué aire fantasmal
ostenta precisamente esa «salud» suya cuando a su lado pasa
rugiendo la vida ardiente de los entusiastas dionisíacos.
Bajo
la magia de lo dionisíaco no sólo se renueva la alianza entre los
seres humanos: también la naturaleza
enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de reconciliación
con su hijo perdido, el hombre. De manera espontánea ofrece la
tierra sus dones, y pacíficamente se acercan los animales rapaces de
las rocas y del desierto. De flores y guirnaldas está recubierto el
carro de Dioniso: bajo su yugo avanzan la pantera y el tigre.
Transfórmese el himno A la alegría de Beethoven en una pintura y no
se quede nadie rezagado con la imaginación cuando los millones se
postran estremecidos en el polvo: así será posible aproximarse a lo
dionisíaco. Ahora el esclavo es hombre libre, ahora quedan rotas
todas las rígidas, hostiles delimitaciones que la necesidad, la
arbitrariedad o la «moda insolente» han establecido entre los
hombres.
Ahora,
en el evangelio de la armonía universal, cada uno se siente no sólo
reunido, reconciliado, fundido con su prójimo, sino uno con él,
cual si el velo de Maya estuviese desgarrado y ahora sólo ondease de
un lado para otro, en jirones, ante lo misterioso Uno primordial.
Cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una
comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en
camino de echar a volar por los aires bailando. Por sus gestos habla
la transformación mágica. Al igual que ahora los animales hablan y
la tierra da leche y miel, también en él resuena algo sobrenatural:
se siente dios, él mismo camina ahora tan estático y erguido como
en sueños veía caminar a los dioses. El ser humano no es ya un
artista, se ha convertido en una obra de arte: para suprema
satisfacción deleitable de lo Uno primordial, la potencia artística
de la naturaleza entera se revela aquí bajo los estremecimientos de
la embriaguez. El barro más noble, el mármol más precioso son aquí
amasados y tallados, el ser humano, y a los golpes de cincel del
artista dionisíaco de los mundos resuena la llamada de los misterios
eleusinos: «¿Os postráis,
millones? ¿Presientes tú al creador, oh mundo?». -
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